Es virtud que hace buena compañía a quienes dirigen. En general, aquellos clubes que saben controlar sus impulsos, y reflexionan el tiempo necesario para tomar decisiones relevantes, encuentran el éxito con más probabilidades que aquellos que se dejan llevar por el murmullo agotador de una afición, sin responsabilidad de gestión y sobrada de intuición y conocimientos para saber lo que quiere y lo que no, en definitiva, lo que está dispuesta a tragar y lo que no.
Cuando la afición le pierde el respeto a determinadas situaciones, termina por ponerles cara y ojos y, lo que es más doloroso, nombre y apellidos. Lo hemos visto en cada campo de fútbol y no siempre ganan quienes protestan pero siempre causan brechas irreparables en los objetivos que torpedean si estos dan síntomas de debilidad. ¿Ejemplo? Entrenadores.
Así se explica que un dirigente no mantenga el pulso del mismo modo el primer día que al cuarto año. Los gritos de los seguidores, y las críticas, desgastan, erosionan y pueden dañar sentimientos. Ante esas batallas, nada más equivocado que sentirse por encima de esa marea que arrasa cuanto pilla a su paso, mezcla de prensa y afición, mezcla inflamable con un simple empate. Culpar al mundo del error propio no parece serio.
Las aficiones taladran las rocas más consistentes. Todo es cuestión de paciencia, infinita en los que mandan porque será interminable la de aquellos que dibujan la foto en la diana y nunca se hartan de disparar. Y convendrá considerar el acierto e independencia de los medios, siempre dignos de atención. A veces, los controlas y, otras veces, te descontrolan. Cada uno lleva su propio riesgo y dentro la solución. Y viceversa.