La escasez de vocaciones arbitrales nos lleva a planteamientos necesarios para cubrir los huecos que dejan los que se retiran en función de la edad, o los que abandonan por falta de ilusión. La principal razón que hay en la actualidad para que un chico quiera ser árbitro es el dinero. Ha desaparecido en cierta medida la vocación por impartir justicia en un terreno de juego, cuestión que parece razonable si nos atenemos a los insultos que recibes, los riesgos de agresiones que sufres y la escasez de medios con los que cuentas. De un tiempo a esta parte, nos encontramos ya con árbitros estrictamente profesionales, es decir, colegiados de primera división que viven únicamente de sus ingresos arbitrales. Esto nos conduce a una cierta sensación de miedo a perder el derecho adquirido, el supersueldo de doce o catorce millones de pesetas anuales que no se alcanza en la profesión habitual de cada uno. La postura del árbitro resulta cada vez más conservadora, más tenue, consciente de que volver a viajar con una representación vendiendo productos por los pueblos se hace más incómodo y se gana la cuarta parte. Algunos árbitros han encontrado la panacea, el chollo vital, en sus ingresos por pitar. Y de ahí nos llegan noticias, como las producidas en Asturias, que nos dicen que un árbitro retirado en 1993 ha tenido que volver a pitar hace quince días porque, sencillamente, no hay árbitros. ¿Qué ha sucedido para los jóvenes españoles no quieran hacer este trabajo? Hace unos días, a raíz de los terribles atentados del 11 de marzo, escribí sobre el papel de la inmigración. Y, aunque nadie quiera verlo, en los hijos de los inmigrantes descansan las esperanzas del futuro de nuestro fútbol y, en buena parte, del arbitraje. Cuando alguien sepa que puede pitar tres partidos y ganar 120 euros un domingo, proceda de donde proceda, entenderá que puede ayudar a su familia. A los jóvenes españoles, la vocación se las marchitado. Y es que hasta las vocaciones tienen precio. Reflexión.