Las personas lloran por emociones inevitables. Las lágrimas de Casillas reflejan un sentimiento que siempre enamoró a los aficionados. Guardan el signo de identidad y el orgullo de pertenencia a una institución centenaria y universal que educó a su generación sobre los valores del humanismo, con la base de la deportividad, la generosidad y la grandeza. No puede extrañar que esas lágrimas nazcan de una profunda tristeza, de una sensación desoladora, de un dolor interior que destruye deseos ya de imposible cumplimiento. Decía Ortega que los esfuerzos baldíos producen melancolía y algo de ello debe caminar por el corazón del gran capitán del fútbol español.
Una impresión similar congeló las sonrisas de muchos de los que amamos el fútbol cuando la noche del sábado, al mismo tiempo que los relojes marcaban la hora del gol de Iniesta en Johannesburgo, recibimos la certeza de la marcha de Iker. Personalmente, experimenté la derrota de las fuerzas del bien, de aquellas que luchan siempre por favorecer los valores y, al mismo tiempo, comprendí el daño que se causa en el alma de los hombres cuando las cuchilladas no tienen cura. Las tristezas del corazón explotan cuando le arrebatan los símbolos.
Veré a Iker cuando cruce la plaza de Cibeles, cuando pasé por la Castellana, cuando vea un balón sobre la hierba, cuando asista a cualquier partido de fútbol, cuando vea a la Selección o al Madrid… veré a Iker. Es tanto lo que compartimos que no terminará nunca. Como las lágrimas.
Me queda el consuelo de saber que volverá, que nadie olvidará jamás los sueños que cumplió por muchos de nosotros. Iker, el más grande.