Ha fallecido una buena persona y a todos nos surgen del alma las expresiones más bellas y cordiales. Nos resulta sencillo halagar a aquellos que se mueren después de haber vivido cerca de nosotros y que han llevado con dignidad la existencia humana. Me ha ocurrido con muchos más amigos de los que hubiera deseado. Los obituarios, las necrológicas de toda la vida, desgranan las cualidades y virtudes de aquellos que se marchan. Muchas veces, pienso que residimos entre la soledad y la cobardía, escondidos de los sentimientos que nos impiden decir la verdad a las gentes que apreciamos e, incluso, amamos.
Me ha sucedido con Zoco y, recientemente, con el gran Vituco Leirachá, con el gerente de los gerentes, Manuel Fernández Trigo, con deportistas retirados como Severiano Ballesteros, Juanito, Arteche, Fernando Martín, Drazen Petrovic, con directivos como Ramón Mendoza, Manolo Irigoyen, con futbolistas, compañeros y amigos. Sin embargo, me pregunto qué ocurrirá en mi corazón cuando fallezca una de esas personas con las que la vida me ha enfrentado, cuando se marche alguien con quien, a pesar de coincidir en mil lugares, no encontré nunca un espacio común, qué sucederá cuando aquellos que me han querido exterminar tomen el camino del otro mundo, si no me toca antes recorrerlo a mí… ¿Seré capaz de sacar lo mejor de ellos, tendré valor para decirles lo mismo que les dije cara a cara o, por el contrario, enjaularé mi pluma entre barrotes para ser correcto y no desafinar con la orquesta de plañidos y lamentos? ¿Actuaré con el amor de un buen cristiano o seré despiadado, seré generoso o cruel?
Digo que advierto un cierto fondo de cobardía porque somos poco dados a elogiar a los amigos cuando los disfrutamos, cuando los tenemos cerca, cuando brindamos con ellos y un buen vino, cuando nos felicitamos la Navidad, cuando compartimos mesa de trabajo o silla de bar, quizá para no sentirnos débiles. Deduzco que, en una buen parte, escondemos la soledad, la timidez del espíritu, por si acaso el elogio o la palabra afectuosa signifiquen fragilidad, flaqueza, perlesía del corazón. El ser humano perdió la costumbre de decir a sus seres queridos que son, efectivamente, seres queridos, amados, valorados, apreciados, tal vez admirados. Ni siquiera al cónyuge o a los hijos. Recuerdo la frase demoledora, extenuante, de un viejo amigo, que ya es amigo viejo: “Mi madre murió pero nunca me dijo te quiero”. Aquel día decidí perdonar y excusar todos sus errores.
Tal es la sensación que me queda, que parece que sólo sabemos escribir bien de los muertos. Quizá el deporte nos enseñe grandes virtudes y sepamos perdonar, olvidar y reconocer los méritos de quienes nos han odiado pero me da la sensación de que, aun así, aparecerá por encima del buen cristiano el inmenso pecador que todos llevamos dentro.
Que Dios me absuelva.