El patio está alborotado y Madrid es un hervidero de reuniones y comentarios, una encrucijada en la que todos los caminos conducen a una persona, miembro de la Administración Civil del Estado, cuya actuación molesta en determinados entornos. Mal asunto si el cumplimiento de las normas por quien desarrolla escrupulosamente su trabajo alcanza conversaciones de tanto nivel, en despachos de tanto lustre y con tertulianos de tan alto fuste.
Han puesto precio a su cabeza y, en verdad, no son principiantes ni primerizos en el arte de la maniobra oscura y por la espalda aquellos que han decidido buscar, como sea, que esta persona sea destituida de manera fulminante aunque, eso sí, debería parecer un accidente.
Como única respuesta, hasta la fecha, hemos asistido a una fuerza de unidad monolítica por parte de la institución para la que trabaja pero en esas oficinas ha trascendido que los cañones les apuntan y no son pocos ni débiles. Algunos desde el exterior. Uno, desde dentro. Se han producido visitas, algunas de ellas tan arriesgadas para los visitantes como para los visitados. Ha habido conversaciones telefónicas detestables y, en especial, se ha trazado el camino de destrucción hacia aquella persona que obstaculiza los tejemanejes de unos pocos en uno de los sectores sociales más importantes y periodísticos.
¿Qué puede hacer una persona ante un ejército profesional de la política de alcantarillas? ¿Cuál es la razón de esta guerra que sólo ejercita uno de los bandos? El poder y el dinero; el poder del dinero y el dinero del poder. La batalla ha empezado. Nadie quiere que se sepa. Sin embargo, no hay secretos a los ojos de Dios.