Hace ya seis eternos años, seis, que Gijón viene padeciendo los rigores del invierno en Segunda División. El Sporting ha convertido el milagro en lo cotidiano, ha sido capaz de devolver la esperanza a quienes la habíamos perdido y ha hecho resurgir ese viejo grito de mi infancia, ese “¡¡Sporting, Sporting!!”, por las tribunas del fútbol español. Noto que la gente esta otra vez enamorada de sus colores rojiblancos, de sus sentimientos. Y me imagino la algarabía por el Muro, por los bares de copas del Fomento y del Muelle y se agolpan en mi memoria aquellos partidos infantiles en el Náutico, en la arena blanca y fina de la playa de San Lorenzo, a la sombra del cerro de Santa Catalina, que ahora elogia el horizonte gracias al universal Chillida. Todos lo festejan mientras sueñan con bañarse en la fuente de Begoña, mientras escancian un culín en los chigres de Xixón y cerca de veinte mil sportinguistas se hacen cómplices en la barra del Planeta, del Faro del Piles, de Casa Gerardo o de Las Delicias, en El Molinón, cómplices de amor por un equipo que juega al fútbol. Marcelino es un romántico, un currante enamorado de la defensa de Sacchi y del ataque de Cruyff, fichado por Ros Cabezas y apadrinado por Eloy. Sé que por las calles de mi ciudad corren ríos de lágrimas como un Piles alegre desbordado por los sueños de un paisanín de Careñes y sus muchachos, dignos, pacientes y esforzados, brillantes. La insignia que un buen día me regaló Quini frente al mar de Bellavista brilla más ahora y hasta las paradas de Jesús Castro, los quiebros de Morán y Ferrero en el 79 y tantas cosas más, retumban en el alma rojiblanca. Lo noto como mío y será eterno en la sensación de que, por fin, otra vez, volvemos a existir en el horizonte de los niños y de los mayores. Porque la vida es sentimiento y sensaciones y a mí me brotan en esos colores porque los llevo en el corazón. ¡Puxa Sporting! ¡Puxa Xixón! ¡Puxa Asturies!.