La Selección se juega su participación en la Eurocopa de Francia 2016, o una buena parte de sus esperanzas, en el partido del próximo viernes en Sevilla. Ucrania es un país por el que siento debilidad, desde hace muchos años, quizá desde la primera vez que fui y contemplé las cúpulas doradas de los templos de la capital, de aquellas plazas frías donde la gente ponía el calor.
Más tarde, tuve la fortuna de vivir los tres grandes partidos de la Eurocopa de 2012, los dos primeros en el impresionante Dombass Arena de Donetsk, y la gran noche de campeones en el Olímpico de Kiev contra Italia, aquella Selección para la Iker pidió el final de partido por respeto a la historia. Aquel 4-0 marcó la cima de nuestra leyenda forjada a base de goles en Austria y Suráfrica y, finalmente, en Ucrania.
Hoy, el país se debate en el marasmo de una guerra civil, sujeta todos los vaivenes de Rusia y de Occidente. Quedan vestigios de la nación que conocimos, de los estadios que pisamos, de los campos que disfrutamos. Y, al hilo de estas reflexiones de cariño y preocupación, me surge otra inquietud, la de saber qué queda de nosotros, de aquel equipo que maravilló al mundo y que afronta una durísima transición.
Todas las Selecciones han atravesado ese desierto de los años mientras buscaban su piedra filosofal. Y no hay más clave que los años, la paciencia precisa para pulir los nuevos diamantes, para poner a punto la maquinaria de una orquesta capaz de convertir en música lo que sólo parecía ruido. Sevilla es el escenario más adecuado para regresar a la historia.