Una vez más España estará en la fase final de un campeonato de Europa, una vez más defendiendo el título conquistado cuatro años antes, una vez más casi con el pleno de los puntos en disputa, y, desgraciadamente, una vez más con parte de la afición cuestionándolo todo: somos un país enfermo.
Tras el batacazo del Mundial de Brasil gran parte del personal sacó las escopetas para disparar a todo lo que se moviera: no solo era el discreto juego mostrado, que alguno de los jugadores más destacados en los últimos títulos se despidiese del combinado nacional, si no que perdíamos en la segunda jornada ante una Eslovaquia que nos arrebató el liderazgo del grupo, el cual no pudimos recuperar hasta pasado casi un año, ganando varios partidos por la mínima.
Durante estos dos años a Vicente del Bosque le han caído treinta años encima porque ya no sirve para esto, cuando conseguimos volver a mandar en el grupo nos dedicamos a silbar a uno de nuestros jugadores por hacer uso de esa (en nuestro país) quimera llamada libertad de expresión, y para concluir el sainete nos hacemos “mourinhistas” pidiendo a gritos el banquillo para Casillas tras la enorme actuación de De Gea ante Ucrania.
A mi modesto entender Vicente se ha ganado con su trabajo el derecho a hacer lo que considere más conveniente: si renueva o no con la Federación para continuar dos años más al frente de la Roja, a llevar a Francia a quien él crea más capacitado o que pueda contribuir mejor al buen funcionamiento del equipo y, por supuesto, a decidir a quién sienta en el banquillo en cada momento. A no ser que nos vengamos con la copa bajo el brazo del Parque de los Príncipes todo lo conseguido en estos ocho años habrá dado igual: es lo que tiene vivir en un país enfermo.