Desde el pasado jueves está disputándose el Campeonato del Mundo de Balonmano en Qatar, exótico lugar que últimamente, por mor de los petrodólares, se han convertido en la meca (nunca mejor dicho) de cualquier competición profesional deportiva que suscite la atención global.
España defiende el título conquistado en Barcelona hace dos años, aunque la empresa se antoja algo complicada: en primer lugar nuestro balonmano acusa la crisis más que otros países como Alemania o Francia, la liga Asobal se ha convertido en un monólogo azulgrana, quitándole ese plus de competitividad que solo encuentra los fines de semana en Europa; en segundo lugar, con el grueso de nuestros jugadores internacionales dispersos por el continente quizás echemos en falta la cohesión necesaria que nos hará falta en los choque decisivos no solo ante nuestros rivales tradicionales, también ante potencias “emergentes” como la selección anfitriona.
Puede parecer una broma el considerar a Qatar un contrincante a tener en cuenta pero, como decía el clásico, el dinero todo lo puede: a golpe de talonario el emirato se ha forjado un presente nacionalizando en su selección a ocho europeos ( el portero bosnio Danijel Savic, mejor jugador de la liga española la temporada pasada, es el más destacado), y a cinco docenas de aficionados españoles, de Cuenca y Aranda de Duero, con todos los gastos pagados más un aguinaldo por el estrépito de sus charangas, inaugurando un nuevo puesto de trabajo al que ciertamente le veo futuro, el de hincha profesional; y, en un deporte tan susceptible a las decisiones arbitrales, esperemos que se hayan quedado ahí.
En cualquier caso solo nos queda desear que España esté, junto al numeroso resto de aspirantes (Croacia, Dinamarca, Francia, Alemania, Suecia…), en la definitiva lucha por las medallas. Por una vez en la vida y gracias a Qatar la victoria en las gradas la tenemos asegurada.