10 Jun, 2019

El Ritual, por Ricardo Rosety.

Había que llegar el primero e irse el último. “Así, a lo mejor te enterabas de algo”. Era una máxima para aplicarla en cada partido. Un ritual como los de Rafa Nadal antes de cada punto. Agua. Mucha agua. Al principio era cigarrillos, diría que paquetes, pero después del primer infarto ya no había humo en la cabina. Se ajustaba los auriculares, le asomaba el micrófono por la parte izquierda de la cara y le decía a Menayo que ya estaba listo. Quería el estadio en sus oídos, y el sonido de la radio que le daba Julio hacía el resto.

Con el estadio aún vacío, doblaba un folio en dos. Cogía un rotulador como los que utilizaban mis profesores para corregir los exámenes, respiraba hondo y dibujaba los 22 protagonistas que iban a disputar el partido. Nombre en mayúsculas y el número dentro de un círculo. Lo básico. Y lo adornaba con un mote, una fecha, un lugar de nacimiento o un chascarrillo que siempre provocaba una risa. Al menos, una sonrisa. Todo valía. Y, a veces, ni hacía falta. Venía de serie en el partido de la jornada. La raya en medio que trazaba en ese folio lo separaba en dos, como los campos, y se rompía por el centro para hacer sitio a un rectángulo donde se recogía el nombre de los árbitros y sus asistentes. Y no necesitaba más. La cara B de esa hoja en blanco se impregnaba de la tinta de Edding con el que tiraba cuatro datos previos, las bajas, las sorpresas, la clasificación de ambos equipos y hasta los precios de las entradas. Sí, lo que costaba la más cara y también la más barata.

Pedía agua, que es la gasolina de un narrador. Colocaba los periódicos en una esquina de la cabina, escuchaba el programa durante el calentamiento de los equipos y comenzaba a sentir que las gradas se llenaban. Algún aficionado miraba a la cabina, se ajustaba las gafas, y respondía a todos los saludos. Entonaba su garganta, la regaba con agua y se ponía de pie. Porque siempre narraba de pie. Colocaba su cronómetro en la mesa, al lado del folio doblado con las alineaciones, y preparaba otro para anotar las jugadas. Veía a los jugadores saltar al campo, pedía paso y elevaba el tono. Subía el volumen de los auriculares y se echaba las manos a las orejas como quien quiere meter el sonido en su cabeza. Y entonces todos nos dábamos la vuelta: “Partido a punto de comenzar”. En ese momento sólo había que hacer una cosa: disfrutar de la radio. Porque Gaspar hacía el resto. Y esa parte de la historia ya es más conocida

Ricardo Rosety