(A.S. SAINT ÉTIENNE)
Los escribas de la historia dejaron de sacarle punta al lápiz cuando las primeras nieblas se dejaron ver por la ciudad. Caída la tarde y llegada la noche todo se tornó decadente y triste, la ‘ville’ se echó años encima, se hizo vieja de repente, en un incontrolado suspiro. Los buenos tiempos acababan de pasar y nadie supo verlo hasta que se dieron de bruces con la realidad.
Allí, en el costado izquierdo de Francia, en el yeyuno, hubo un tiempo, una época de esplendor que todo lo abarcó y que hizo de ese lugar el ombligo de la imperial y orgullosa Francia. Y aquel lugar era Saint Étienne, la Furanum romana, la Armeville de la Revolución Francesa, la capital del departamento del Loira, en la región Auvernia-Ródano-Alpes.
Parece que fue ayer pero han pasado décadas. Décadas en las que el Club más laureado de Francia, y por ende el más grande, ha ido sobreviviendo a base de su hermoso y lustroso pasado heráldico. Ese pasado que en los peores momentos de la entidad le recordó quien había sido y sobre todo, quien seguía siendo.
Hoy Saint Étienne es una ciudad moderna, que ha sabido reinventarse tras la caída en desgracia del carbón y de las otras industrias que alimentaban a la ‘ville’ tales con la de las cintas, las bicicletas y, sobre todo, las armas.
10 Títulos de Campeón de Francia, nadie ha logrado aún igualarlos, adornan sus vitrinas junto a 6 de Copa y 1 Copa de la Liga logrado en 2013, 31 años después de su último éxito, la Liga de 1981 con Michel Platini en sus filas. Demasiado tiempo, demasiadas decepciones, muchas caídas al vacío y sobre todo al mundo del silencio, ese mundo donde los focos no existen, donde la gente te da la espalda y donde, pese a tu glorioso pasado, ya no eres nada, o menos que nada.
El primer título de Liga data de 1957 y el último de 1981, en esa franja temporal se asentó el dominio ‘vert’ (verde); nadie podía derribar a la armada ‘stéphanois’. Los mejores jugadores, los más excelsos del momento y por ende de la historia vistieron los colores del club. Nombres tan granados como los de René Domingo, Claude Abbes, Aimé Jacques, los hermanos Revelli, Johnny Rep ‘El Tulipán Dorado’, George Bereta, Iván Curkovic, Michel Platini, Gerard Janvión, Cristian López, Jean Michel Larqué, Patrick Battiston, Osvaldo Piazza, Dominique Rocheteau ‘El Ángel Verde’,…y así podríamos seguir y seguir recitando nombre tras nombre y todos con su trocito de participación en la mayestática grandeza de ‘les verts’.
Pero por encima de todos esos nombres destaca uno sobremanera: Robert Herbin ‘La Esfinge’. Primero fue jugador, después entrenador y siempre un pedazo enorme de la historia del ASSE. 9 veces campeón de la Liga francesa; 5 como jugador, 4 como entrenador.
Herbin fue capaz de llevar a los suyos a una final de la Copa de Europa, la de 1976, aquella final que se disputó en el mítico Hampden Park de Glasgow. Allí el romanticismo y el lirismo no pudieron horadar la pétrea fortaleza germana del Bayern de Múnich. Dos postes a favor y un gol en contra certificaron la derrota francesa. Los ‘Ángeles Verdes’ no pudieron con los hijos de los nibelungos. Los ayes y lamentos se oyeron en toda Francia y en sus territorios de ultramar, y en el famoso hexágono; aquella fatídica noche para el fútbol galo se esculpió el molde de la desgracia y el victimismo que acompañó durante muchos años a todo el fútbol francés, incluida la propia Selección ‘Bleu’.
Aquella final de Glasgow quedó grabada en la retina de un niño que se sentó frente al televisor ilusionado y esperanzado por ver ganar al equipo verde. Aquel niño se sabía los nombres de los jugadores franceses y jaleaba y espoleaba, desde su cómoda posición, cada acción del ASSE. Aquel niño era yo.
Año 2020, ‘Les Verts’ transitan por la Ligue 1 en la zona de medianía de la clasificación. Ya no ostentan el glamour de entonces, ni despiertan la otrora admiración de la Francia futbolística, ya no tienen a los mejores jugadores del momento, y sólo del pasado mantienen su hermoso palmares y esa entregada afición que sigue poblando las gradas del mítico ‘Geoffoy Guichard’, el popularmente conocido como ‘Le Chaudron’ (‘El Caldero), el templo de los ángeles.
Pasear por Saint Étienne es hacerlo por la famosa plaza Jean Jaurés con su bonito quiosco de la música, es acercarse a la Catedral de Saint Charles, es visitar el Parque-Museo de la Mina, el añorado por muchos Pozo Couriot, ese pozo que desde 1913 a 1973 llegó a producir hasta 3.000 toneladas de carbón por día y dio trabajo a 1.500 mineros. Luego llegó el cierre, la involución y después el ‘refaire surface’ (el volver a empezar).
Saint Étienne pasó, hace mucho, página y se reinventó como otras tantas ciudades. En 2010 fue considerada la primera ciudad del diseño en Francia. Hace décadas que dejó de ser la malquerida, la denostada, la apartada, la repudiada, la adultera del macizo central, la ‘petit ville’ del epigastrio francés. Hace tiempo que enterró sus atávicos miedos y erguida surgió de nuevo haciéndose un hueco entre la sociedad moderna. Saint Étienne ya no es la ‘femme fatale’ como antaño lo fueron la bíblica Dalila y la griega Medea.
Pasear por Saint Étienne es comer en ‘La Pampille’ acompañado de un buen Côte Rôte y cenar en ‘Un Elephant’ regado por los aromas deliciosamente dulces y envolventes de la historia ‘Vert’, apresando, aquí y ahora, el tiempo que fácil se va. Los ángeles existen, son verdes y los capitanea Robert Herbin.
DIEGO DE VICENTE FUENTE
MISLATA (VALENCIA) A 7 DE OCTUBRE DE 2020