20 Oct, 2020

LOS LATIDOS QUE NO SENTÍ

(recordando a mi hermano Nicolás)

“Creí que era una aventura,

y en realidad era la vida”.

                  -Joseph Conrad-

Nunca se está preparado para el drama, si para la comedia; la una desgarra y te consume, la otra te hace feliz y te saca la mejor de tus sonrisas. Nos pasamos toda la vida alternando el drama con la comedia, el llanto con la risa. A ratos somos felices, a ratos una melancólica tristeza invade nuestro corazón, el auténtico instigador de nuestros sentires mundanos. Simplemente es la vida, y llanamente es vivir.

Hace ya un año que él, mi hermano Nicolás, decidió que ya no valía la pena seguir presentando batalla. Hastiado y vencido se lanzó al vacío para dar por concluido su periplo vital. Claudicó, se rindió, se entregó manos abiertas, brazos caídos y rostro decolorado y desencajado. El escaso valor que le quedaba, que siempre se supone que tenemos, lo utilizó para subir los pocos escalones que separan el rellano de nuestra casa familiar de la azotea. Y allí, solo y abducido por su dolorosa pena se tiró. Y todo acabó para él. Se llevó consigo su angustia, su desazón, su taquicardica alteración emocional, esa que en un postrer momento lo atenazó y lo comprimió. Su mente enfermó, su cerebro se convirtió en un indescifrable laberinto cretense y una vez se adentró en él ya le fue imposible salir. No supo o no quiso desandar lo andado. Y no salió del laberinto pese a que desde fuera hicieron lo indecible para ayudarlo. Ellos lo intentaron rescatar; mi madre y mis hermanos, todos los que siguen allí, entre Gran Canaria y Tenerife, al amparo, al cobijo de los volcanes dormidos, de los volcanes yacientes y del vehemente Atlántico, ese que nuestros poetas isleños han acunado a base de versos amelocotonados.  Nicolás desoyó y desistió; Nicolás se ladeó, se recostó y se venció. Quisieron asirlo entre todos, pero su dañada razón sufrió un vólvulo y se volvió sinrazón. Quejidos al viento, al fondo de las correntias y barrancos del interior de mi tierra. Mi madre y mis hermanos quisieron, pero no pudieron y él, el fiel escudero de su propio silencio, el cronista imperecedero de todos los aconteceres capitalinos, el Benítez Inglott de nuestra era se cuadró, faltaría más, y entregó su cuerpo y su alma a Dios. Y mientras todo esto sucedía y sucedió yo no intuí, ni por asomo, lo que iba a ocurrir. No vi llegar la tragedia, el drama. Hace ya muchos años que me fui de la isla; cambié el Atlántico por el Mediterráneo, el plátano por la naranja, el potaje de berros por la paella, y cerré la puerta al salir. Y al hacerlo dejé de percibir latidos que antes se unían a los míos. Y sus latidos, los de mi hermano Nicolás, no los sentí. Enorme pena la que me acompaña desde entonces.

Nicolás estuvo muy ligado a mi, desde siempre. Tres años nos separaban. Estudiamos juntos en el Corazón de María. Muchas fueron las tardes en las que lo esperaba para luego, tras su salida, recorrer juntos el camino a casa. Pasó el tiempo con los libros abiertos al batiente movimiento del viento, el recreo fue un mundo de carreras y patadas a un balón y casi sin darnos cuenta nos dimos de bruces con la vida militar. Allí arriba, en el cuartel de las Rehoyas vivimos años entre orden cerrado, educación física, ordenanzas y pista americana. Fueron años en donde nuestra juventud y fortaleza pareció no tener fin. Pero sí, si que tiene fin, todo lo tiene. Tras la ‘mili’ surgieron muchas más cosas; buenas unas, no tanto otras. Y llegó el momento en que me fui y al hacerlo dejé de oír no sólo sus latidos sino los de todos los demás. La memoria y los recuerdos llenan vacíos, ayudan a no olvidar pero no cubren lo esencial, no cubren el contacto piel con piel, ni pueden abrazar , ni amparar, ni proteger, y mucho menos pueden oír los latidos del corazón de una madre, de un hermano. Los SOS nunca te llegaran a tiempo,ni podrás vislumbrar, atisbar un quejido abisal que vaticina que algo no va bien, que algo está fallando, que el drama y la tragedia se aprestan a salir del escenario para cobrar vida.

A Nicolás hace años que le habían robado su infantil sonrisa. Se la sisaron entre Telde, Jinamar y la capital. Y quién pierde su sonrisa pierde un tercio de su alma. Y contra eso no hay asepsia posible. Malditos ladrones, bastardos e impíos. La celada urdida contra él surtió efecto y en el momento en que su ánimo se quebró lo demás llegó por inercia.

Nunca piensas que lo sucedido pueda pasar en tu familia. Te abstraes y evitas darte de bruces con la realidad que representa todo lo que rodea a la vida. Intentas no cruzarte con esa realidad por los pasillos de casa, por las callejuelas de la ciudad, por las esquinas olvidas, por los recovecos silentes y durmientes de tu propio ser. Tememos temernos a nosotros mismos, no queremos llegar a saber o descubrir en que hemisferio de nuestro cerebro está el cable dañado, ese que cortocircuitaria nuestra placa base. Evitamos seguir escudriñando más allá de lo que necesitamos saber por mucho que nos sigamos leyendo a los Clásicos o seamos un nauta más en la ‘Argos’ de Jasón. Ni él ni mil como él nos libraran de nuestros temores más ancestrales, esos que cohabitan con y en nosotros y que de tarde en tarde afloran, salen a la superficie y tras tomar forma nos sumen en mil dudas y cavilaciones.

No sentí sus arritmias, sus desacompasados latidos, no me percaté de sus llamadas de auxilio que lanzó al aire cuan globos sondas pero que jamás me llegaron por encontrarme tan lejos. No sentí nada. Y no sentir nada es lo peor que a un ser humano le puede pasar. Te sientes vacío, yermo, errático,…, aunque recibas el amor y el cariño de tus hijos a los que no puedes ni debes fallarles, ellos te necesitan, no pueden ver caer ni genuflexionarse a su padre. Jamás.

Aquella mañana del 24 de septiembre fue una mañana cismática, cayeron los pilares de la tierra, se abrió en canal el Guiniguada, el río de color púrpura, y un dolor inmenso, colosal, casi isquémico inundó todos nuestros corazones.

Ya no está con nosotros, ya no podremos sentir su trepidante respiración, ni su excelsa humanidad, ni sus extensos e intensos silencios, esos silencios que lo sumergían en un estado casi catatónico del que tan sólo él sabia entrar y salir. Ya no podremos disfrutar de su infantil y bondadosa mirada, ni de su entrega desinteresada para con el mundo entero si fuera menester. Acabó todo. Ya descansas en paz hermano; tú si lo haces; otros, aquellos y aquellas que un día te robaron la sonrisa y las ganas de vivir esos y esas nunca descansaran y llegado el momento rendirán cuenta tanto por sus acciones como por sus omisiones.

Y ahora silencio, de vuelta al recogimiento, a los pensamientos íntimos, a juguetear con la memoria y por ende con los recuerdos, benditos recuerdos, agradables recuerdos, lozanos recuerdos, añorado hermano.

                                                                                   DIEGO DE VICENTE FUENTE

MISLATA (VALENCIA) A 23 DE SEPTIEMBRE DE 2020